En esta sociedad que conformamos entre todos, se da la paradoja de que en un momento en el que disponemos del mayor número de herramientas de comunicación, se tiende al aislamiento y la desinformación. Las fake news campan a sus anchas y cada vez son más las horas que dedicamos al uso de dispositivos personales que nos alejan de las personas que están más cerca de nosotros y nos acercan a desconocidos de cualquier parte del mundo por el mero hecho de coincidir con un like.
Este somero análisis les resultará familiar porque es tema de conversación entre padres y madres en colegios e institutos; entre tertulianos de programas de todo tipo; entre compañeros de trabajo a la hora del café; en el seno de las familias e incluso forma parte del discurso político de los diferentes partidos. Pero más allá de lo que oigamos o digamos sobre este tema, nos hemos parado a pensar ¿qué estamos haciendo cada uno de nosotros?
Como experta en comunicación para todo tipo de empresas y organismos públicos, me enfrento cada día al dilema de asesorar a mis clientes sobre la conveniencia o no de estar en las redes sociales; de recurrir a blogueros o youtubers para promocionar sus productos o servicios; o de incluir nuevos canales de comunicación interna que incorporan IA o realidad aumentada como novedad. Reconozco que en 25 años de profesión las cosas han cambiado mucho y la profesión periodística se ha convertido en una especie protegida, en peligro de extinción. Ha habido que adaptarse a las nuevas tendencias y asumir que las reglas del juego han cambiado. Pero en los últimos cinco años, este proceso se ha acelerado. Y lo que realmente me preocupa no es tanto que desaparezca una profesión, sino que lo que lo está sustituyendo hasta ahora, no parece que sea mejor para la sociedad.
Está claro que han desaparecido muchas profesiones y otras han tenido que reinventarse. Hoy todo el mundo lleva una cámara en el móvil por lo que los gigantes de la fabricación de cámaras, se han concentrado o desaparecido. Las discográficas han dejado de tener sentido una vez que la música se consume masivamente por Internet y los videoclubs, por ejemplo, han quedado sólo para el recuerdo. Tenemos a los taxistas en liza con los VTC y me temo que esa guerra también la tiene perdida el modelo de transporte público tradicional.
Estos ejemplos que se me han ocurrido así, en un momento, son sólo la punta del iceberg de todo lo que ha ido cambiando en las fábricas, en los comercios, incluso en los hospitales o en los colegios. Y siempre, se ha sustituido lo que había por un modelo mejorado que ha abaratado costes, ganado eficiencia o ha generado riqueza directa o indirectamente.
Sin embargo, no tengo claro qué ganamos como sociedad con la desaparición de los medios de comunicación tradicionales y la forma de hacer periodismo en ellos. El periodismo es una profesión con un código deontológico de análisis y protección de las fuentes; y de compromiso con la información rigurosa y contrastada. Una profesión que ha funcionado como contra poder, sacando a la luz escándalos de todo tipo y en todas partes. Una profesión con sus claros y sus sombras, porque nada es perfecto. Pero al fin y al cabo, una profesión que garantizaba que, tarde o temprano, las cosas importantes salieran a la luz.
Perder ese compromiso con la información de calidad; vender los espacios de prensa, radio y televisión al mejor postor sin diferenciar qué es noticia y qué es publicidad; politizar programas informativos; servir sin pudor a diferentes intereses y primar la rapidez de publicación por encima de la rigurosidad y la certeza de la información, supone una caída al vacío con un coste que yo no me atrevo a valorar, pero que sin duda sufrirán de lleno las nuevas generaciones. Porque aislados y víctimas del engaño y la desinformación, se cumple la máxima del divide y vencerás. Y en esta ocasión sin duda, todos saldremos perdiendo.